A veces la vida nos pone en pausa. Nos sacude tanto que nos obliga a mirar hacia adentro, a cuestionarnos y a sanar partes que ni sabíamos que dolían. Estoy en ese proceso de reencontrarme conmigo misma, de aprender a quererme con más ternura y menos juicio. Y en ese camino, sin buscarlo del todo, me encontré con un viejo amor: la comida.

No como escape, sino como ritual. Como forma de conectar con el presente, con mis raíces, con lo que me hace sentir en casa. Porque en cada plato servido hay una historia, y en mi historia, el corazón de la cocina siempre ha sido mi mamá.

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Con tiempo de sobra entre manos, empecé a comer más despacio, a notar los sabores, a descubrir matices que antes pasaban desapercibidos. Me di cuenta de que disfruto mucho probar y entender la comida. Pero también reconocí algo más: que sé poco de cocinar, aunque el deseo está presente.

Durante años, relacioné la cocina con la carga doméstica femenina. Creía que, si estudiaba lo suficiente, nunca tendría que cocinar. Que ese era el precio para alcanzar independencia. Hoy sé que no se trata de cocinar por obligación, sino de elegirlo como acto de amor, de arte, de creación.

Un día particularmente gris, mi mamá me preparó un postre de esos que solo ella sabe hacer. Y por unos minutos, mientras lo saboreaba, todo se sintió bien. Fue como un pequeño milagro. Esas manos suyas, bendecidas por la sazón, tienen el poder de curar el alma a través de la comida.

Siempre he creído que mi mamá tiene el talento de una chef profesional, pero la vida ha sido dura con ella. La ha hecho dudar de su valor. Es una mujer fuerte, pero con heridas profundas. Y muchas veces, su visión pesimista hace que no me apoye como quisiera.

Tengo un sueño: abrir un café con tortas deliciosas, postres inspirados en la pastelería francesa y platos típicos colombianos llenos de color y sabor. Quisiera hacerlo a su lado, porque su sazón es el alma de ese proyecto. Pero siendo sincera, a veces siento que es más probable ganarme el Baloto que lograr convencerla.

Intenté que grabáramos videos juntas para redes sociales. Al principio aceptó, pero luego se echó para atrás. Me dijo que ya había trabajado suficiente en la vida y que no quería más responsabilidades.

Me dolió. Me enojé. No con gritos, sino con ese silencio que quema el pecho. Esa rabia que se queda quieta y quema por dentro. Porque me duele que no quiera compartir su talento con el mundo. Y me duele aún más sentir que yo, su hija, apenas tengo una pizca de su don.

Así que, entre decepciones y postres caseros, decidí aprender. Empezar desde cero si es necesario. Porque, aunque a veces anhelo hacer esto acompañada, también estoy aprendiendo a no depender de nadie para construir mis sueños.

Tal vez no tengo aún la sazón de mi má, pero sí tengo las ganas, la pasión y la necesidad. Y con eso, sé que puedo crear algo hermoso y ustedes lo van a ver.

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