He visto que, incluso quienes ya son octogenarios, no saben qué quieren de su vida. Siguen siendo adolescentes con arrugas, con pensión (o en algunos casos sin ella), con dependencia emocional o con esa necesidad de vivir lo que no se vivió.

Hace un tiempo, mi abuela —una octogenaria diva, empoderada, viuda, madre de cuatro hijos y abuela de tres— me dijo:
“Siempre pensé que, al llegar a vieja, tendría mi vida financiera solucionada. Me tocó ser de recursos limitados en esta vida.”
Mi abuela no aguanta hambre, pero tampoco le sobra el dinero: siempre falta, nunca sobra.

Y eso me lleva a preguntarme:
¿Cuándo voy a tener mi vida solucionada? ¿Cuándo voy a estar completamente satisfecha?

Me siento como Carrie Bradshaw escribiendo sus columnas: más preguntas que respuestas, más caos que estructura. ¿En qué momento se supone que voy a sentirme como una adulta exitosa? Cuando creí haberlo conseguido, me sentía vacía. Me encanta el dinero —es delicioso su olor, su sonido— pero siempre sentía que algo me faltaba. El trabajo y su estrés me fastidiaban. Terminé yendo a terapia porque no logré asimilarlo. No logré acoplarme a la vida adulta.

Un día, saliendo de la estación del metro, pasó el padre de mi parroquia en su carro invitando a las personas a hacer el rosario en la calle. Justo ese día me sentía hecha mierda. No rendía en nada, todo lo hacía mal. Me sentía atrapada en un mar de decepciones. Inútil. Y pensé: no tengo nada que perder, voy a ir.
Y fui.
Me quitó esa sensación del estómago, ese vacío. Me entregué. Y cuando terminó, me sentí mejor para seguir.

Le expliqué a mi psicóloga que deseaba tener un libro al cual seguir, unas reglas claras para vivir la vida, para no sentir la incertidumbre de no saber qué hacer. Porque todo depende de mí, y eso a veces pesa. Ella me dijo que no existe tal cosa —lo cual era obvio—, pero sigo pensando que decidir por mí misma es una responsabilidad inmensa. No quiero que nadie de esta tierra decida por mí —no son mis dueños—, pero sí me gustaría que Dios lo hiciera. Y, de cierta forma, lo ha hecho. Me ha cuidado. Ha tenido paciencia con mis berrinches y mis pataletas.

Nunca estamos completos. Siempre nos hace falta algo.
Si tenemos dinero, nos falta amor.
Si tenemos amor, nos faltan hijos.
Si tenemos hijos, queremos un mejor trabajo.
Siempre hay algo más, algo que no se toca, pero que se siente… según el estado de ánimo.

Somos cóncavos en la vida:

  • Nunca estamos completos.
  • Nunca estamos satisfechos.
  • Nunca estamos conformes.
  • Nunca estamos bien.
  • Nunca estamos realmente presentes.

¿Cómo discernir? ¿Cómo saber que es el momento?
Probablemente nunca lo sabré.
¿Cómo dejar de decepcionar a los demás?
¿O, más difícil aún, cómo dejar de decepcionarnos a nosotros mismos?

Posted in

Deja un comentario