Como saben, soy diseñadora de vestuario/moda. No vengo de una familia rica, más bien provengo de una familia rota. Al ser mis padres divorciados, mi sueño de ser diseñadora en una universidad de élite se fue alejando de mí. Pero esperé. Me demoré dos años en poder cumplir los requisitos del crédito universitario —y sí, para tener una deuda gigante tuve que esperar—. Esto lo voy a resumir porque es largo: logré ingresar a la universidad de mis sueños, en la que según yo me iba a garantizar el éxito. Patéticamente inocente.
Desde el primer día quise irme. Sentí que no encajaba: las personas eran rudas, superficiales, ricas. Solo hablaban de dinero, viajes, conexiones en el mundo de la moda. Todo lo que yo no tenía.
Fueron cinco años de no encajar completamente. Me acostumbré a estar incómoda: no tenía dinero, no tenía comida, los materiales eran muy caros, no dormía, no tenía buena ropa con la cual vestirme —y eso, en el mundo de la moda, es súper importante—. No era feliz.
En el mundo de la moda, como en la vida real, te favorecen si:
- Eres bonito/atractivo = no soy ni bonita ni fea, estoy en el medio.
- Tienes dinero = ni beca me dieron por mis buenas notas. Siempre logré sobrevivir por la caridad de mis familiares.
- Eres inteligente = mi inteligencia es básica, nunca brillaron mis trabajos universitarios.
- Tienes conexiones = evidentemente no fui bendecida con eso.
En pocas palabras, todo lo que yo no era. Soy una mujer de una familia ni pobre ni rica, justo con lo suficiente para vivir. Y eso conlleva una invisibilidad sistemática ejercida por el destino.

Además, soy muy terca. Se puede decir que es una habilidad. No me ha permitido caer en la locura de la pobreza. Para mí, un «no» es una puerta que tengo que tocar hasta que se caiga por la fuerza de mi mano. Mi único aliciente era mi sueño de ser exitosa.
Llegó la pandemia y ni graduación tuve. No pude tener la foto de la victoria, con mi familia rota solo unida con cinta transparente para ese momento.
Esperé mucho tiempo y nadie me daba una oportunidad. Justificaba mi espera por la pandemia, pero ni así podía calmar el corazón. No podía creer que los esfuerzos no hubieran valido la pena. Y nunca lo valieron.
Mi abuela me consiguió un lugar para ir y aprender: una hija de una amiga suya, en una casa familiar donde funcionaba una pequeña empresa. Había gatos por todas partes, incluso hacían sus necesidades en el piso porque nadie les limpiaba la arena. Me pagaban el mínimo, pero al menos pude poner algo en la hoja de vida.
Pasó el tiempo y un día mi mamá le dijo a un vecino que yo no tenía trabajo. Ese vecino se lo dijo a otro, y ese otro escribió en un grupo de Facebook de microempresarios y publicó mi hoja de vida: «Una joven mujer de una excelente universidad busca trabajo».
Me contactó una empresa de ropa interior masculina. Ahí comenzó realmente mi vida laboral. Inicialmente me ofrecieron un sueldo de 3’000.000 (unos 713 USD), pero al momento de firmar el contrato lo bajaron a 2’500.000 (unos 594 USD). Como no tenía otra oferta, tuve que aceptar. El computador que me asignaron era malo. Era una empresa con potencial, pero no les importaba. Un día me dijeron que por favor renunciara porque no podían seguir pagándome. Les respondí con calma y frialdad que tenía un contrato y me quedaría hasta cumplirlo. Un movimiento digno de un crack. Mi sueño empezaba a… alejarse.

Después pasé a otro trabajo que esta vez conseguí yo sola por CompuTrabajo. Empecé como auxiliar. Con el tiempo me di cuenta de que mis compañeros eran falsos, manipuladores, que no les caía bien. Tuve que ignorarlo, porque tenía deudas. Lloraba en el bus, pero igual iba.

Con intensidad y dedicación demostré mis habilidades. Me ascendieron. Me pusieron al mismo nivel que mis anteriores jefes, y eso no les gustó. Me hicieron la vida difícil. Tuve personal a cargo y, por primera vez, me pagaban bien. Lentamente empecé a hacer las cosas bien, y eso no les gustaba a mis haters. Me volvieron a ascender: ahora era líder de la línea femenina, que podía crear a mi gusto.
Me juzgaron por no vestirme «como se espera» de alguien que diseña ropa de lujo. Dudaron de mi talento por ser demasiado joven. Tuve que tomar decisiones difíciles, como elegir a quién despedir y a quién no. Regañar a proveedores que no hacían bien su trabajo. Llegar más temprano para que me rindiera el día, y ese mismo día salir a las 9 p.m. porque tenía que entregar muchas cosas. Trabajar los sábados hasta las 4 p.m., y llegar a seguir trabajando en mi casa. Recibir regaños por errores que no cometí. Fingir que no veía cómo hablaban de mí y ponían mi nombre por el piso. Hacer cosas para las que no estaba preparada.

Mi sueño, ese que había perseguido con tanto sacrificio, empezó a deformarse. Ya no era una meta clara, era una parodia de lo que alguna vez imaginé. Sentía que vivía dentro de una caricatura absurda, una versión distorsionada de lo que había soñado desde niña. Esta es la versión corta, porque la larga duele más. Pero lo cierto es que mi sueño empezó a matarme en silencio.
Había dos únicas cosas que mantenían viva una chispa en mí:
- Ver mis diseños colgados en una tienda.
- Recibir mi sueldo.
Eso era todo. Lo demás era sobrevivir.
Me esforzaba tanto que la gente me lo decía: —Usted sí trabaja duro. —Usted es muy responsable. —Usted sí cuida los detalles… no como los demás.

Y mientras tanto, yo odiaba lo que había amado. Lo que tanto deseé se convirtió en una fuente constante de desgaste, incomodidad y rechazo. Porque en este mundo, destacar suele incomodar, y alcanzar el éxito a veces significa quedarte sola en la cima.
Soy una persona introvertida, de carácter fuerte, decidida, intensa. Una soñadora que se quebró cuando descubrió que la vida real no se parece en nada a la película que una se arma en la cabeza.
Mi sueño naufragó. Se hundió, como el Titanic, hasta el fondo del océano.
Pero aprendí a nadar.
Hoy, mis camisetas, mi propia empresa y mi bienestar son lo único que abrazo con fuerza. Porque ahora el sueño es otro: vivir en paz, crear con libertad y construir algo mío, sin pedir permiso.

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