La primera vez que discutí de frente con el destino fue cuando mis padres se separaron. Vinieron luego los años de crisis económica. Fue una pelea con el corazón y el alma.

Ahí comenzó mi etapa de negatividad e inseguridad. ¡Porque, al fin y al cabo, ¿para qué esforzarme si el destino no estaba de mi lado?!

Empecé a conocer la vida tal como es: despiadada, imprudente, elitista.
Y con el tiempo, comencé a resentir a la industria que tanto había perseguido. Meses de injusticia e invisibilidad convirtieron el amor en rabia. Me molestaba profundamente, porque yo fui quien eligió mal. Yo ya sabía que la industria era superficial, irónica, cruel. Y comprobar que todo eso era cierto me dolió.
Yo, y solo yo, elegí esta carrera con la que nunca me he sentido del todo cómoda.

Soy terca, como ya he dicho. Creo firmemente que para ser una excelente diseñadora no es necesario gastar todo el sueldo en ropa costosa, zapatos o bolsos de marca. Lo admito: prefiero guardar el dinero antes que gastarlo por presión social o para encajar.

Nada duele más que esas miradas de juicio al ver cómo vistes. Son despiadadas. Crueles.
Y siguen los murmullos…
—Ella es la diseñadora, pero mírale la ropa… es común, nada extraordinario.
Y luego, para suavizar (o remarcar), llega el comentario:
—Hmm, qué lindo ese denim verde oliva. Es un color poco común…

Ese mismo talento pasivo-agresivo que tenía Regina George cuando halagó una falda vintage solo para despreciarla después (si saben de qué escena hablo, saben que es un ícono pop internacional).

Soy joven, pero lo único que sé hacer es diseñar. He intentado con todas mis fuerzas trabajar en algo más, pero mis solicitudes han sido ignoradas.

¿Será que el destino me dejó en visto?

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